EL ESCRITOR COMPULSIVO

EL ESCRITOR COMPULSIVO
El gran Gustavo Adolfo Bécquer

EL ESCRITOR COMPULSIVO

El escritor compulsivo soy yo, Alberto Bellido y este es un blog dedicado a mi mayor afición, a mi mayor pasión: El cine, el séptimo arte.

En el blog los visitantes podrán leer y comentar diversos artículos así como guiones de todos los géneros redactados por mí y sus memorias de realización, es decir, las diferentes intenciones que me guiaron en el momento de crear cada historia.

Espero que todos disfrutéis con mi blog.

Un afectuoso saludo.

lunes, 3 de octubre de 2011

RELATO DE "UN PASEO POR EL PURGATORIO"

Atardecer de un otoñal día en la Sierra madrileña. Un grupo de jóvenes viaja en una furgoneta. Ellos son una pareja, el típico chungo, el típico empollón y el típico gordito gracioso. Van bien aprovisionados, con un completo cargamento de bebidas alcohólicas para hacer un botellón en medio de un bosquecillo que sólo el novio conoce bien, alejado de la civilización, para dar rienda suelta a sus ganas de diversión. De repente, sin esperárselo, llegan hasta la entrada de un caserón abandonado. El conductor, que además de ser el novio, ejerce el trabajo de guardia civil, para el vehículo y todos miran asombrados a la desolada e inmensa casona. “¡Qué extraño! ¡Conozco la Sierra como la palma de la mano y os juro que nunca había visto esta casa!”, exclama el novio, que se llama Luis. Por el contrario, el chungo reacciona como cabía esperar en él. “¡Guauuu, tíos! ¡Habéis visto qué casa más chula! ¡Vamos, hay que bajar las provisiones y las tiendas! ¡Menudo morbo que debe dar pasar la noche aquí!”. “¡Es verdad, vamos! ¡Es el sitio ideal para beber, contar historias de miedo y divertirnos!”, proclama triunfante la novia de Luis, llamada María. El chungo le da un empujón al empollón y al gordito gracioso para que bajen de la furgoneta las tiendas de campaña, la comida y la bebida. Y, como si se hubieran puesto de acuerdo, salen del vehículo a la vez. “¡Y os habéis fijado! ¡Hay olivos por todas partes! ¡Podemos montar las tiendas debajo de ellos! Porque,..., no os atreveréis a dormir ahí dentro, ¿Verdad?”, afirma el empollón tembloroso y ajustándose las gafas. “¡Sí, es verdad! ¡Vamos, que yo no duermo en esas casa ni aunque me llevéis a rastras hasta dentro!”, exclama alarmado el gordito gracioso. Todos movieron negativamente la cabeza y Luis, reforzado por la posición de María, replicó a todos: “¡Pues claro que no! ¡No dormiremos en esa casa si vosotros no queréis!”. El chungo, por su parte, que no se estaba callado ni debajo del agua, aprovechó un repentino silencio para intervenir. “Pero,..., al menos sí que haremos el botellón en la casa,...,¿No? ¡Eh, tíos, tía! ¡Venga, no me fastidiéis! ¡Si no dormimos allí, al menos nos lo pasaremos bien viéndola mientras bebemos, ¿No?”. Y esta vez sí, todos afirmaron con la cabeza, en señal de aprobación por el argumento expuesto por el chungo.
Una hora más tarde, el desfase etílico provocado por aquel improvisado botellón había alcanzado el clímax entre sus integrantes. Los cuatro habían montado la fiesta en el comedor de la planta baja de la casona. Luis, cansado ya de beber copas, decidió salir fuera, al olivar, a liar y fumarse un porro. Y se apoyó contra la furgoneta, pues la había aparcado cerca de la puerta del caserón. Se daba la curiosa circunstancia de que podía observar a través de una ventana, con total nitidez y claridad, como su novia María, visiblemente embriagada, bailaba de forma desenfrenada y sin complejos delante de sus amigos, al son de la atronadora música procedente de la furgoneta. El chungo, en su condición de lanzado de la pandilla, no tardó demasiado en acercarse a María y en empezar a bailar con ella, siguiendo fielmente sus movimientos. Mientras tanto, el empollón y el gordito gracioso estaban apoyados contra una de las paredes del salón, bebiendo tímidamente de sus copas. En ese instante, el chungo, consciente de la indolencia y el pasotismo de sus dos amigos, decidió provocarlos. “¡Eh, chavales, venid! ¡Venga, no seáis tímidos!”. Pero el empollón y el gordito gracioso se negaban a unirse al baile y les tuvo que dar un par de empujones, llevándoles hasta el centro del salón, donde María no paraba de moverse y cimbrearse ni un solo momento. Por su parte, Luis sonrió al ver aquella escena tan forzada. Pero, de repente, un zumbido en su cabeza, un estridente sonido en sus oídos, consiguió alterar su sistema nervioso. Y comenzó a escuchar una potente y estruendosa voz. Sus amigos no se percataron debido al elevado volumen de la música. “¡¡Luis!! ¡¡Luis!! ¡¡Tú novia es una puta!! ¡¡Jajaja!! ¡Se la van a tirar! ¡Se la van a follar si no haces nada! ¡A mí me pasó lo mismo con mi novia y unos amigos y los tuve que matar a todos! ¡¡Jajaja!! ¡¡Todos moriréis aquí!!”. Luis, muy alterado y creyendo que había alguien escondido entre los olivos y se estaba burlando de él, le retó y desafió a que saliera y diera la cara. “¡Maldita sea! ¿Quién eres? ¡Sal, cobarde! ¡Sal de tu escondite y te las verás conmigo!”.
Por su parte, mientras tanto, su novia María y sus amigos, el chungo, el empollón y el gordito gracioso, continuaban bailando sin oír los gritos de Luis a causa de la música. Pero si algo acabó de desquiciar a Luis fue comprobar como a la voz que le estaba atormentando no le faltaba razón. María, perdidamente ebria, bailaba de manera cada vez más descarada y sensual, balanceándose alrededor del chungo, del empollón y del gordito gracioso. Luis, ya fumado hasta las trancas, delirando, creyó ver al chungo manoseando el cuerpo de su novia, bajándole la minifalda y rompiendo su camiseta de un tirón. Después, con demostrada destreza y habilidad, le quitó el sujetador y las bragas. Finalmente, el empollón y el gordito gracioso, envalentonados y con la boca echa agua, babeando, le comenzaron a tocar las tetas. El chungo tampoco perdió el tiempo y se arrodilló detrás de María, besándole las piernas y las nalgas con fruición. Sin embargo, nada de todo aquello era verdad. Luis estaba siendo víctima de una alucinación y sus amigos y su novia seguían bailando de inocente.
Enrabietado, Luis reaccionó entrando rápidamente en la casa y sacando una pistola del bolsillo de su pantalón. En ese momento, la música se paro. El CD que había puesto en la furgoneta ya había agotado el repertorio de canciones. Y todos se giraron hacia la entrada de la casa al escuchar unos fuertes pasos, que se correspondían a los de Luis, y quedándose aterrorizados, con los ojos desorbitados, cuando vieron que Luis los estaba apuntando con su arma reglamentaria. Éste, fuera de sí, comenzó a maldecirlos. “¡¡Hijos de puta, malnacidos!! ¡¡Os voy a matar a todos!! ¡¡Y tú, puta, no te vas a librar de mi venganza!!”. María, tan descolocada como los otros tres, le replicó. “¡¡Pero qué coño te pasa Luis!! ¡¡Te has vuelto loco o qué!! ¡Sólo estamos bailando! ¡Guárdate la pistola!”. El chungo, temblando, intervino en la discusión entre los novios. “¡Tío, colega, Luis! ¡Es verdad! ¡Sólo estábamos bailando! ¡Nos divertíamos sin más!”. Sin embargo, Luis no daba su brazo a torcer. “¡Eso es, os divertíais! ¡Y también os queríais tirar a mi novia todos a la vez! ¡¡O no es verdad!!”. Entonces, Luis no vaciló más respecto a sus intenciones y disparó contra todos, que cayeron fulminados al suelo. Y después, temblando compulsivamente por lo que había hecho y llorando, se puso la pistola en la boca y se suicidó...
...Las almas de Luis y María caminaban cogidas de la mano por un sendero que terminaba en una bifurcación de caminos. En ese sitio, un hombre canoso, barbudo y coronado con una aureola, estaba hablando con las almas del chungo, del empollón y del gordito gracioso, pero Luis y María no alcanzaban a oír lo que decían, pues estaban lo suficientemente alejado como para no poder hacerlo. Aquel venerable hombre era, ni más ni menos que San Pedro. En el nuevo sendero de la izquierda había clavado un letrero en el que aparecía escrita con mayúsculas la palabra Infierno. Mientras que en el nuevo letrero de la derecha, igualmente impreso en mayúsculas, aparecía la palabra Cielo. En un instante dado, San Pedro alzó la mano izquierda, señalando al correspondiente letrero y, por tanto, sendero. Fue así como Luis y María, bueno, más en concreto sus almas, contemplaban impactados a las almas del chungo, del empollón y del gordito gracioso empezando a transitar, cabizbajos y cariacontecidos, por el sendero de la izquierda. La pareja de novios, Luis y María, que ya habían llegado a la encrucijada de caminos, intercambiaron sus miradas compasivas con las de sus tres desafortunados amigos. Luis no pudo reprimirse más y comenzó a hablar a voces con San Pedro. “¡Eh, San Pedro! ¿Por qué los envías al infierno? ¡Ellos no han hecho nada malo! ¡Me entiendes! ¡El único culpable aquí he sido yo!”. Pero San Pedro, irritado por los gritos de Luis, se tapo por unos momentos los oídos y luego se dispuso a hablar con la pareja de novios. No obstante, un ángel apareció por la derecha y le cuchicheó algo al Santo y Apostol, entregándole, además, un papel. San Pedro, al fin, tomó la palabra, al tiempo que el ángel desaparecía por el mismo camino por el que había venido. “Bueno, parece ser que, por hoy, vosotros sois los dos últimos”. San Pedro, volvió a mirar, en esta ocasión, con más atención el papel y se dio cuenta de algo en lo que no había reparado con anterioridad. “¡¡Cómo no puede ser!! ¡¡Aquí pone que el cupo está cubierto y sólo puede entrar uno más!! ¡¡Ay, Dios mío!! ¡Qué falta de previsión!”. San Pedro, tras unos instantes de turbación, se repuso. “Bien, sed bienvenidos al Purgatorio. Veamos, veamos,..., San Pedro se puso las gafas que llevaba colgadas al cuello y leyó la parte del papel relativa a Luis y María. “Bueno, según esta información que, como habéis visto, me acaban de entregar, tú, Luis, está acusado por Dios Todopoderoso de ser un asesino y tú, María, lo estás por ser una ramera. Lo malo es que ahora mismo, en el infierno, sólo queda sitio para uno más. Y la única solución posible que veo a este dilema que se nos ha planteado es echar a suertes quien va primero. Bien, ¿Tenéis una moneda?”. Luis, al tiempo que se palpo los bolsillos de su pantalón buscando una moneda, miraba con cara de cordero degollado a San Pedro, y María no tardo en secundarle en esta acción. Cuando Luis dio con una moneda, respondió a San Pedro. “Sí, San Pedro, ya la tengo. Pero,..., ¿No es posible que Dios y tú nos enviéis al cielo? Nosotros, en el fondo, hemos sido buenos y nos queremos mucho. Es verdad que yo siempre he sido un poco celoso y no creo que María me fuera a engañar con nadie. Todo ha sido un error, un inmenso error por mi parte. Yo no quería ser un asesino y ella no quería ser una ramera. ¿Verdad, María?”. Luis buscó la mirada de María, con el fin de hallar su asentimiento. Ella, por su parte, también se dirigió suplicante a San Pedro. “Sí, sí, claro. San Pedro, te lo ruego, por lo que más quieras, perdónanos. Hemos sido y nos reconocemos como pecadores, pero haz que Dios nos perdone y nos envié al cielo, por favor”. Pero San Pedro respondió a los requerimientos de la pareja de modo implacable. “Lo siento, creedme que lo siento, de verdad, pero tenéis que asumir y afrontar lo que el destino os ha deparado. Ya sabéis lo que tenéis que hacer. Así que tirad la moneda al aire. Si sale cara, serás tú, Luis, el que vaya al infierno. Y si sale cruz, por el contrario serás tú, María, quien tenga que emprender el camino hacia el inframundo. Bueno, de todas formas, no creo que estéis mucho tiempo separados. Mañana Lucifer ya habrá chamuscado a un buen número de pecadores como vosotros y el que quede aquí igualmente tendrá que dirigirse a sus dominios”. La pareja formada por Luis y María espero pues, desalentada, a ver qué destino era el que les deparaba la moneda. Salió cara y fue, por tanto, Luis el elegido para dirigirse, en primer lugar, al infierno. “¡Vaya, ha salido cara! ¡Ánimo, Luis, has de pensar que, después de todo, el infierno no es tan malo como lo pintan!”, exclamó San Pedro con la intención de animar al novio.
Y fue así, de esta desgraciada manera, como Luis y María, con los ojos anegados por las lágrimas, se tuvieron que despedir. “Adiós, María, hasta siempre”, dijo Luis. “Adiós, Luis, hasta siempre”, replicó María. 

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