EL ESCRITOR COMPULSIVO

EL ESCRITOR COMPULSIVO
El gran Gustavo Adolfo Bécquer

EL ESCRITOR COMPULSIVO

El escritor compulsivo soy yo, Alberto Bellido y este es un blog dedicado a mi mayor afición, a mi mayor pasión: El cine, el séptimo arte.

En el blog los visitantes podrán leer y comentar diversos artículos así como guiones de todos los géneros redactados por mí y sus memorias de realización, es decir, las diferentes intenciones que me guiaron en el momento de crear cada historia.

Espero que todos disfrutéis con mi blog.

Un afectuoso saludo.

jueves, 2 de junio de 2011

RELATO DE "LA INJUSTICIA Y LA MALA CONCIENCIA".

RELATO SOBRE LA INJUSTICIA Y LA MALA CONCIENCIA.

Era una tranquila y apacible tarde de septiembre en la gran manzana. Fernando había llegado a Nueva York a mediodía. Su vuelo había despegado de Barcelona a las doce de la noche y aterrizado en Manhattan, sin mayores inconvenientes ni turbulencias, a la una de la tarde. Fernando era un chico de veintidós años que, pese a las advertencias y consejos de sus padres y de su novia, había decidido cumplir uno de sus sueños de la infancia. Desde niño le habían fascinado las imágenes de televisión de aquélla inmensa urbe. Era consciente de que aquélla era una de las ciudades más grandes, cosmopolitas y avanzadas del planeta,…, pero también de las que contaban con un índice de delincuencia más elevado. Al llegar, tuvo los típicos problemas de hallarse en un aeropuerto gigantesco, pero salió airoso del trance. Los controles de seguridad se habían incrementado desde el brutal atentado terrorista de los extremistas islámicos que habían dejado reducidas a escombros las famosas torres gemelas, dos de los símbolos más reconocibles de la civilización americana. Fernando quería conocer los sitios más significativos y reseñables de la ciudad, para los que tenía una semana de plazo y había diseñado un programa de visitas y actividades que incluían como primera parada la tristemente célebre zona cero, donde habían estado ubicados los dos rascacielos cuya existencia había finalizado hacía exactamente un año. Fernando estaba alojado en un hotel de la quinta avenida. Dejó el equipaje en su habitación y acto seguido llamó a sus padres y a su novia para decirles que había llegado bien y se encaminó, sin mayor dilación, hacia las ruinas de las dos torres. Consulto un panel informativo con las rutas de los distintos autobuses y cogió el que le dejaba más cerca de su lugar de destino. El autobús estaba repleto, atestado de gente. Era la hora punta en la ciudad de los rascacielos. Por fortuna, Fernando pudo encontrar un asiento libre. En el bús había una pequeña representación  de los habitantes de aquélla inmensa ciudad. Es decir, de todo: “yuppies”, turistas despistados, emigrantes, tipos con cara de pocos amigos, etcétera. El invididuo que estaba sentado al otro lado del pasillo y a la misma altura que Fernando observaba a éste de forma hostil y desafiante. El chico estaba agitado y se daba cuenta de que su nerviosismo iba en aumento sin que pudiera evitarlo pero suspiró aliviado cuando su compañero de viaje se bajo dos paradas antes de llegar a su destino. Por sus rasgos, moreno y de estatura inferior a la suya, dedujo que se trataba de un hispano, de un emigrante suramericano. Dirigió a Fernando un gesto de claro menosprecio antes de descender por la escalerilla y éste se percató de que llevaba una maleta idéntica a la suya, de la misma marca, con los mismos cierres,… De repente, se sobresaltó, regresando del estado hipnótico en el que se había sumergido. ¿Y si el hispano se había confundido de maleta?, pensó. Las dos maletas habían estado durante todo el trayecto en el pasillo, al ver sus dueños la imposibilidad de colocarlas debajo de sus asientos. Fernando se precipitó hacia la salida del bús pero el conductor ya había accionado el mecanismo que cerraba las puertas. La desesperación y frustración invadió a Fernando que, rápidamente se encaró con el conductor. “¡Oiga, señor, por favor! ¡Ábrame las puertas! ¡Necesito salir ya!”, suplicó Fernando. “¿What?”, respondió el conductor extrañado. La zozobra que tenía el chico le había hecho olvidar incluso que estaba en un país extranjero. Volvió a formular su petición, esta vez en un perfecto inglés. El conductor se extendió más en su explicación pero fue una réplica contraria a los deseos de Fernando. “I´m sorry, sir. You must to stay at bus until next stop”. Retornó contrariado a ocupar su asiento. Vislumbró cómo en la calle, a lo lejos, el hispano se había vuelto y lo miraba con una sonrisa maléfica dibujada en su rostro. Estuvieron manteniéndose la mirada hasta que su figura se disolvió entre la multitud. Enseguida sus esperanzas se centraron en que no tardaría mucho en llegar a la nueva parada de autobús. Escrutó a su alrededor para verificar las reacciones que habían tenido el resto de los ocupantes del vehículo ante la rápida sucesión de movimientos que había desarrollado en poco tiempo. Su tensión nerviosa alcanzó un grado máximo. Todos le miraban con expresiones rígidas, frías y carentes de todo sentimiento. Fernando salió del autobús y oriento sus pasos hacia su hotel, librándose del coro de rostros amenazantes que le habían tenido atenazado. Se sentía especialmente turbado al llevar una maleta ajena. Ahora su misión era dar con aquel tipo, aquel emigrante y confiar en que todo saliera bien, es decir, en su buena voluntad para intercambiar las maletas. Fernando ya se había repuesto de la situación que había vivido en el autobús y volvía a estar esperanzado porque, después de todo, la distancia entre la parada del hotel y la de aquélla en la que se había bajado el hispano no era tan larga. Era posible que éste aún anduviera cerca y lo pudiera localizar. Sin embargo, pasaron tres cuartos de hora largos, de intensa indagación, y no lo encontró. Sus deseos de solucionar el entuerto se habían difuminado. Resolvió volver al hotel, pues ya era noche cerrada. No quería ser protagonista de nuevos y desagradables sucesos.  Una vez en la habitación, Fernando asumió que lo mejor que podía hacer era relajarse y descargar toda la tensión que había acumulado durante aquélla larga y extenuante jornada. Así que bajó al comedor del hotel y pidió una cena ligera. Después, se fue a la cama, durmiendo profunda y plácidamente. Desayuno un café con leche con unas tostadas de mantequilla y mermelada. Antes de comer, decidió abrir la maleta, para acabar con la intriga en relación a su contenido. Se quedó de piedra, helado. En la maleta estaban perfectamente ordenadas y distribuidas decenas de bolsitas de plástico de polvo blanco. Fernando abrió una de ellas y, con las manos temblorosas, acertó a vaciarlo en la mesilla de noche. Se relamió un dedo y, a continuación, sintió cómo de su paladar se adueñaba un sabor agridulce. Era cocaína, pero no cocaína de calidad media sino de gran pureza y cuyo coste calculó que debía de ser muy elevado. Fernando estaba alarmado y el corazón le latía aceleradamente. ¿Qué podía hacer? Tenía como equipaje una maleta llena de droga. Y no tenía ni idea de donde podía hallarse la suya. Encendió la televisión para atenuar su ansiedad pero aquélla vía de escape tuvo el efecto contrario. Estaban emitiendo el espacio informativo de una cadena local. El periodista estaba comunicando que el departamento de policía de Nueva York había efectuado la noche anterior una redada por la que una de las redes de tráfico de estupefacientes más amplias y poderosas del país había sido desmantelada. Asimismo, ofrecían las fotos de los cabecillas e integrantes de la red que habían sido detenidos y de los que habían conseguido escapar del cerco policial. La sorpresa de Fernando fue mayúscula cuando vio que uno de los invididuos que aparecía en las imágenes era el hispano con el que se había producido la confusión de las maletas. Aquello fue demasiado para el pobre Fernando que, víctima de una fuerte crisis nerviosa, no tuvo más remedio que sentarse en un sillón para no marearse. Estuvo diez minutos tumbado sobre la cama y con los ojos cerrados tratando de calmarse y dejar su mente en blanco, desocupada de todos los pensamientos e ideas que se entrecruzaban por su cerebro originándole un angustioso malestar. Pero cuando parecía que su quietud de ánimo y paz interior se habían restablecido, oyó el ruido de fuertes pisadas taladrando las escaleras que daban acceso a la primera planta en la que estaba alojado. Las pisadas cesaron justo a la altura de su habitación. Quienquiera que fuera, estaba claro que venía con actitud amenazante y hostil. Se asomó por la mirilla para conocer la identidad del visitante. Lo que ocurrió a continuación aumentó el dramatismo de la historia de la que Fernando estaba siendo desdichado y desafortunado protagonista. La puerta no aguantó el golpe duro y seco que un viejo conocido de Fernando, el hispano del bús, le había propinado. Cedió, y el invasor empuñando un arma y al grito de: “¡Perro español! ¡Tú me has robado mi mercancía! ¡Te voy a matar!”, se abalanzó sobre Fernando que resistió su embestida como buenamente pudo. Empezaron los dos a forcejear por el suelo. La lucha por controlar la pistola se convirtió en dramática. Finalmente, Fernando que era más ágil logró arrebatársela a su rival. “¡Quieto! ¡No te muevas!!”, le increpó Fernando, “¡No quiero disparar!”. “¡Está bien, está bien, chico!”, le dijo el hispano. “Haz el favor de calmarte. Yo sólo quiero que me devuelvas mi maleta. ¿Vale?”, concluyó haciendo un gesto de tranquilidad con las manos. Fernando le replicó, ya con más firmeza y serenidad: “Muy bien, puedes recoger tú mercancía y marcharte por donde has venido”. “Vale, vale, chico. ¿No avisarás a la policía? ¿Verdad?. Los chicos buenos y educados como tú no hacen eso. Sabes que en el caso de que lo hicieras estarías sentenciado porque mis compañeros y yo nos enteraríamos y recibirías nuestra visita”, dijo el hispano en tono amenazante mientras se hacía cargo de la maleta y la cerraba. Fernando se relajó cuando su contrincante abandonó la habitación. Dejó la pistola encima del mueble que servía de soporte a la televisión. Y, cuando ya no se lo esperaba, el hispano volvió a irrumpir en la habitación cuchillo en mano. “¡No me fió de ti, niñato español!”, chilló. “¡Ha llegado tú final!”. Fernando tuvo el tiempo justo para volver a coger la pistola y descargar tres tiros su enemigo. Éste, cayó al suelo inerte. Los disparos alertaron a los huéspedes de las habitaciones más cercanas, que llamaron a la recepción. El recepcionista, muy asustado, avisó rápidamente a la policía. En media hora, la zona estaba acordonada y los clientes, empleados del hotel y policías se arremolinaban alrededor del lugar de la tragedia. Fernando estaba sentado en la moqueta, completamente abatido e incapaz de creer que hubiera acabado con la vida de una persona. Observaba a todas partes, como si estuviera ido, en medio de un charco de sangre y con una maleta repleta de droga a su lado. Fue detenido y trasladado a una prisión de Nueva Jersey. Se le acusó de los cargos de homicidio en primer grado y posesión de drogas. Lo mínimo que le podían caer era veinte años de cárcel y eso teniendo en cuenta posibles atenuantes. Y sin embargo lo peor no era aquéllo, lo más terrorífico era que según las leyes de aquel Estado de la Unión, con una certeza prácticamente absoluta, sería condenado al tristemente célebre corredor de la muerte. El sólo hecho de pensar en la pena de muerte le ponía los pelos de punta, pues él siempre había sido un pacifista declarado. La terrible y desgraciada noticia le fue relevada a los padres de Fernando por el noticiario de Televisión Española.  Dos días más tarde de su llegada a Estados Unidos, Fernando se había convertido en un presunto criminal. La familia no podía quedarse de brazos cruzados, así que contrataron al servicio de abogados  más prestigioso y económicamente rentable de España. Asimismo, iniciaron una campaña desde los medios de comunicación con el fin de conseguir dinero con el que poder pagar una fianza y también recogieron firmas contra la pena de muerte para enviárselas al gobierno estadounidense. Sin embargo, y a pesar de todos los esfuerzos a favor de la liberación de Fernando, un tribunal popular integrado por veinte miembros le condeno a la pena capital. En el plazo de un mes, Fernando sería ejecutado por el procedimiento de la inyección letal. Los padres, familiares y conocidos disponían de únicamente quince días para recurrir la sentencia. Pero el plazo otorgado fue inútil porque la defensa no pudo encontrar pruebas concluyentes favorables al acusado, nada que alegar ni a lo que poder agarrarse. Solamente estaba el testimonio de Fernando de que había actuado en defensa propia, para salvar su vida. Pero una argumentación como esa no servía para nada en un país como los Estados Unidos. La resignación se apoderó del chico y los suyos que veían cómo pasaban los días y se avecinaba el fatal desenlace. Y así llego el terrible día D y la terrible hora H. La ejecución estaba prevista para las tres de la tarde. Fernando fue introducido en un habitáculo de reducidas dimensiones y tumbado por los guardines de la penitenciaría en una camilla especial para la ocasión. Éstos, procedieron a inmovilizarle. Los invitados especiales al acto y los familiares observaban desde sus butacas expectantes y cariacontecidos. El  alcaide era el que tenía que dar el visto bueno para que el escalofriante mecanismo de ejecución se pusiera en marcha. A su vera, tenía cuatro teléfonos: Dos internos de colores amarillo y rojo, y otros dos externos, de colores azul y verde. Los internos eran los que facilitaban la comunicación entre los guardias de la prisión y los externos los que permitían la relación de ésta con el mundo exterior. Las manecillas del reloj dieron las tres en punto y el alcaide hizo un gesto de aprobación dirigido al verdugo que procedió a inyectarle por la vena el liquído mortal. Fernando alzó su cara para poder observar a sus padres, hermanos y novia, cuyos rostros estaban bañados en lágrimas. Su mirada era la de una persona serena y tranquila, la de una persona que se sabía inocente y condenado injustamente por las leyes terrenales pero no por las divinas. En ese momento, sonó el teléfono verde y el alcaide lo cogió con diligencia. Se fue quedando atónito y con los ojos desorbitados a medida que escuchaba a su interlocutor. Colgó el teléfono y entró velozmente en la habitación. Éste, estaba accionando el mecanismo, ajeno hasta entonces a las súplicas del máximo dirigente de la prisión y levantaba su cara cubierta hacia el cielo. “¡Vaya por Dios, con el dichoso mecanismo! ¡Se ha atascado hasta ahora no había dado fallos! ¡En fin, habrá que sustituirlo por uno más moderno!!Ah, ya funciona! ¡Por fin! ¡Por fin!”. El alcalde se dirigió al verdugo, desgañitándose: “¡Un momento! ¡Pare! ¡Pare! ¡Dios mío! ¡Este chico es inocente! ¡Ha sido todo un lamentable error judicial! ¡Un error judicial!”. El verdugo no sabía muy bien que decir ni cómo actuar, hasta que de sus labios salieron estas palabras: “¡Que dice, señor alcalde! ¡No ve qué ya no puedo hacer nada! ¡Acaba de morir! ¡Mire, mire! ¡Tómele el pulso si es un incrédulo!”. La rectificación había llegado demasiado tarde. Fernando estaba muerto, mientras que, afuera, el llanto de su familia no cesaba.
FIN.

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