EL ESCRITOR COMPULSIVO

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El gran Gustavo Adolfo Bécquer

EL ESCRITOR COMPULSIVO

El escritor compulsivo soy yo, Alberto Bellido y este es un blog dedicado a mi mayor afición, a mi mayor pasión: El cine, el séptimo arte.

En el blog los visitantes podrán leer y comentar diversos artículos así como guiones de todos los géneros redactados por mí y sus memorias de realización, es decir, las diferentes intenciones que me guiaron en el momento de crear cada historia.

Espero que todos disfrutéis con mi blog.

Un afectuoso saludo.

jueves, 2 de junio de 2011

RELATO DE "DE LA CASTELLANA A VALLECAS".

“DE LA CASTELLANA A VALLECAS”.

Manuela era una arquitecta que vivía en Madrid, concretamente en el Paseo de la Castellana, en una de las zonas más caras y exclusivas de la capital. Tenía cuarenta y cinco años y, durante los últimos veinte, había estado diseñando todo tipo de edificaciones, aunque últimamente se había especializado en pequeños palacios. Era viuda, pues su marido había fallecido hacía un par de años, como consecuencia de un cáncer, y no tenía hijos. Sin embargo, el hecho de ser una de las mejores en su profesión, le había detentar una posición económica muy desahogada y vivir en la vía urbana más conocida de Madrid, junto a la Gran Vía y a la calle de Alcalá.
Era un frío sábado de invierno y Manuela había estado durante toda la tarde perfeccionando el diseño de los últimos planos del que era su último proyecto, un palacio mandado por encargo de los Duques del Infantado y que éstos pretendían que se convirtiera en su cuarta vivienda en la capital. Eso sí, tras haber conseguido obtener la pertinente licencia de edificación. Manuela llevaba seis horas realizando bocetos de la construcción, por lo que decidió tomarse un descanso e ir a cenar. Pero, de repente, se acuerdó de que en un viaje que había hecho recientemente a Estados Unidos y en el que había estado visitando Nueva York, compró un aparatito informático bastante caro, un i-phone. Ella siempre había sido una gran aficionada a la tecnología de última generación y en la tienda le dijeron que para que pudiera emplearlo cuando llegará a España, era preciso que se lo reprogramara alguien que fuera un experto en informática, pues aquel chisme no funcionaba igual en un Continente que en otro. Tenía ese asunto pendiente, del que se había olvidado casi por completo, por lo que se encamino hacia la habitación donde tenía instalado su ordenador portátil con conexión a Internet. Manuela entró en un de los foros de los que era socia y escribió que estaba buscando a alguien que tuviera amplios conocimientos de informática para que pudiera instalarle el i-phone y acondicionarlo adecuadamente. Estuvo esperando respuesta durante un cuarto de hora, pero al observar que nadie le respondía, resolvió que lo mejor era apagar la computadora y reanudar su búsqueda de un experto informático para el día siguiente. Pero, inesperadamente, en el último momento, alguien aceptó el reto lanzado por Manuela. Se trataba de un tal Indalecio, que estaba dispuesto a hacerle el arreglo por cincuenta euros. La pega que le puso era que tenía que desplazarse a la mañana siguiente hasta su domicilio, situado en el sur de la capital, en el barrio obrero de Vallecas.
Indalecio era un chico de veinticinco años que acababa de terminar la carrera de informática y estaba en el paro, buscando trabajo. Algo que no tardaría mucho en conseguir, gracias a su viveza y desenvoltura, en alguna de las tiendas de informática donde había dejado su currículum. Manuela accedió  a la contraprestación pues para ella lo más importante era tener aquel aparato perfectamente preparado para su uso. Lo que más le inquietaba a la arquitecta es que ella tenía que desplazarse en metro hasta el sur de Madrid y Vallecas era un barrio humilde y, hasta cierto punto, marginal, donde el índice de delincuencia y de robos era muy elevado.
Al día siguiente, tomó el metro en la boca de Plaza de Castilla, en la línea diez, la línea morada, y llegó hasta la estación de Tribunal donde hizo trasbordo para coger la línea azul, la línea uno, que la llevo hasta pleno barrio de Vallecas. Salió del metro por la boca del Puente de Vallecas. Pronto se dio cuenta del marcado contraste existente entre la zona norte de la capital, donde ella vivía, y la zona sur, donde residía el informático. A causa del frío, Manuela, que iba bien protegida con un abrigo de pieles, no pudo evitar sentirse observada por todos los transeúntes con los que se tropezaba, hasta el punto de que le hacían sentir como un bicho raro. La  mayoría eran albañiles, que oteaban perplejos los ropajes que se gastaba aquélla aburguesada y acomodada señora de mediana edad, y no dudaban en lanzarle piropos, a los que ella respondía con una sonrisa nerviosa. Por fortuna, pensó, Indalecio vivía en la misma calle en la que estaba ubicada la boca del metro. Así pues, el camino que debía de recorrer era corto. Suspiró aliviada cuando alcanzó el portal, llamó al timbre e Indalecio abrió. No obstante, al acceder al piso del chico, se quedó desagradablemente sorprendida y disgustada al ver el aspecto que ofrecía el inmueble, sucio, mugriento, pequeño y con apenas una sala de estar, una habitación y un baño. Algo, por otra parte, común entre la gente joven y, especialmente, entre los frikis de informática que gustaban de la soledad para pasar horas y horas enganchados a la computadora. Indalecio hizo pasar a Manuela a la habitación. Eso sí, antes le recogió caballerosamente el abrigo de pieles y se lo puso en un minúsculo perchero. En ese instante, sonó el teléfono móvil del chico. Éste, se fue hacia el baño y estuvo hablando por espacio de unos minutos. De repente, una serie ininterrumpida de voces y  lamentos, alertaron a Manuela, que supo que algo grave le había sucedido al chico. Cuando el informático retornó a su habitación, donde Manuela estaba esperando ansiosamente para que convirtiera su i-phone en una más de sus herramientas útiles, el chico se tiró sobre la cama y rompió a llorar desconsoladamente, sin poder reprimir el llanto. Manuela se quedo boquiabierta, sin saber exactamente, a ciencia cierta, que es lo que debía hacer o decir. Finalmente, y sin afán de ser entrometida, se atrevió a preguntar al chico que era lo que le había ocurrido. La réplica de Indalecio resultó abiertamente descorazonadora. Su novia, su chica, con la que llevaba saliendo desde hacía ya siete años, le acababa de decir que cortaba su relación con él. Y, encima, que se había enamorado de otro chico. Acto seguido y secándose las  lágrimas, Indalecio le rogó a Manuela que se marchará y que volviera otro día para poder atenderla en mejores condiciones y cumplir con su encargo. Manuela le contestó que no podía hacerle eso, pues para ella era una faena haber venido desde tan lejos y marcharse con las manos vacías. Indalecio, muy susceptible le dijo que si a ella nunca en su vida la habían dejado. Manuela, al comprobar que la caballerosidad inicial del chico había sido sustituida por malos y groseros modos, estuvo a punto de reprocharle su actitud hacia una desconocida. Pero recapacito, pues una voz en su interior le transmitió que así sólo conseguiría empeorar aún más la situación. Entonces, se le ocurrió una gran y brillante idea. Manuela tenía una sobrina que estaba estudiando audiovisuales y que era un par de años más joven que Indalecio, aunque también como éste, le encantaba la informática. Amable y cariñosamente, le dijo al chico que no se preocupara, que le dejaba allí el i-phone para que pudiera reprogramarlo cuando quisiera y que volvería el próximo domingo para recogerlo y, además, le daría una sorpresa. El chico le prometió que, cuando se encontrara mejor, le acondicionaría el aparato.
Siete días más tarde, el timbre del piso de Indalecio volvió a sonar. Al abrir la puerta de su piso, éste se encontró de frente con Manuela, que venía acompañada de su sobrina Isabel. Nada más ver a esta última, Indalecio se quedó prendado de su cabello negro y sus ojos claros. Manuela sonrió. Sabía que la química entre ambos resultaría irresistible. El chico las invitó tomar un café, pero Manuela rehusó el ofrecimiento diciéndole que se le hacía tarde y que estaba ansiosa por probar el i-phone en su casa. El chico le entregó a la arquitecta el aparatito y ésta desapareció escaleras abajo. Por su parte, Indalecio e Isabel estuvieron toda la tarde hablando y descubriendo que tenían muchas cosas en común. Finalmente, al caer la noche, Indalecio le pidió a Isabel que se quedara con él y ambos se fundieron en un apasionado y sentido beso.



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