EL ESCRITOR COMPULSIVO

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El gran Gustavo Adolfo Bécquer

EL ESCRITOR COMPULSIVO

El escritor compulsivo soy yo, Alberto Bellido y este es un blog dedicado a mi mayor afición, a mi mayor pasión: El cine, el séptimo arte.

En el blog los visitantes podrán leer y comentar diversos artículos así como guiones de todos los géneros redactados por mí y sus memorias de realización, es decir, las diferentes intenciones que me guiaron en el momento de crear cada historia.

Espero que todos disfrutéis con mi blog.

Un afectuoso saludo.

jueves, 2 de junio de 2011

RELATO DE "EL CUARTO REICH".

RELATO: “EL CUARTO REICH”.


Veinte de abril de mil novecientos cuarenta y cinco: La segunda guerra mundial agoniza en el frente europeo. La última batalla del sangriento y largo conflicto ha dado comienzo hace varios días ya. La suerte está echada y, Alemania, con un líder poseído por un mesianismo incontrolable, camina sin remisión hacia la derrota. El imperio de los mil años, que el orgulloso y cruel Adolfo Hitler, aseguro que crearía e impulsaría para sí mismo y para su descendencia, se viene abajo.
Sin embargo, en contra de la creencia general de dar por sentado que Hitler se suicidó en su búnker de la capital germana, donde paso sus postreras horas como jefe del Estado alemán, este extremo no pudo ser nunca enteramente confirmado y, en realidad, no fue verdad.
Aquel día, con el ejército soviético a las puertas de la capital alemana, Hitler tomó una decisión que volvería a darle una nueva vuelta de tuerca al curso de la historia, ni más ni menos que la de coger un salvoconducto para seguir manteniendo su, por entonces, seriamente amenazada libertad, hacia la base marítima de Kiel, situada en el mar Báltico.
Por medio de un pasadizo, varios de sus fieles de más inquebrantable adhesión y él, se pasaron más de una semana transitando bajo tierra, hasta que llegaron a este puerto marítimo de la Kiegsmarine, el ejército del mar, la armada alemana.
Allí se enteran por la radio de que Berlín ha capitulado y el ejército rojo la está controlando en su totalidad. Asimismo, son informados del hallazgo del cadáver del führer en el búnker. Pero esta es, en realidad, una estratagema que fue ideada por Hitler para confundir a los vencedores de la guerra. Uno de sus oficiales de una gran y demostrada similitud con él, fue forzado a sacrificarse, con objeto de que su líder tuviera la coartada perfecta para hacer creer que había abandonado el mundo de los vivos.
El séquito de Hitler fue recibido con alborozo por la tripulación de varios submarinos, los célebres U-Boote que, durante el conflicto, habían causado graves daños y destrozos a los buques de guerra aliados. Los escasos resistentes nazis se vieron obligados a meterse en los submarinos, pues los soviéticos avanzaban, con gran rapidez y celeridad, aproximándose  peligrosamente y los últimos núcleos de resistencia caían.
A las tres de la tarde, el primer submarino zarpaba de la base, flanqueado en los lados y en una posición algo más retrasada, por otra media docena. En dicho sumergible, se hallaba el führer. Estaba acompañado por uno de sus hombres más leales, el almirante Doenitz, uno de los “lobos de mar” más prestigiosos de la armada alemana. Éste, ordenó sin dilación, que el sumergible tomará rumbo hacia el Océano Atlántico. Para ello tuvieron primero que sortear, con unas cuántas maniobras en zig-zag, el país danés, con el fin también de despistar a los barcos aliados que pudieran estar por la zona. De esta forma, accedieron al Mar del Norte, pasaron por el Canal de la Mancha y, aliviados por no haberse topado con la flota adversaria cruzaron el Atlántico, hasta llegar a Buenos Aires, la capital argentina.
Una vez que hubieron arribado en el continente sudamericano, un grupo de fieles y abnegados simpatizantes fascistas argentinos, condujeron a Hitler y a su escolta a un chalet, en las afueras de la capital porteña.
Pasaron los meses, y Hitler y su mujer, Eva Braun, y sus fieles, se enteraron por la radio de la rendición de sus aliados japoneses, en noviembre de mil novecientos cuarenta y cinco, tras las dos bombas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki. Hitler, visiblemente rabioso, se juro y se conjuro a sí mismo y ante sus súbditos que aquello no quedaría así, que el mundo volvería a saber de él o, en su defecto, de sus descendientes.
Pasaron unos años, y el grupo de fascistas alemanes y argentinos consiguió captar numerosos adeptos. Así, no tuvieron más remedio, ante unas sospechas cada vez más fundadas, que retirarse a la amplia y vasta región conocida como La Pampa.
Allí, esta legión paramilitar fascista estuvo adiestrándose durante unos años para dar un golpe de estado, perfecto y eficaz en la Argentina. Mientras, la pareja de líderes alemanes concebía a media docena de hijos en un espacio de tiempo sorprendentemente corto y breve. A éstos, un Hitler, ya anciano, aleccionó y adoctrinó en sus ideales y les hizo leer el libro que había escrito cuando estuvo encarcelado, en la década de los veinte, el famoso “Meinf Kamp”, (Mi Lucha), con el objetivo, sobre todo, de que se identificarán con su progenitor. El viejo líder estaba convencido, respecto a sus hijos, que con la suficiente y adecuada preparación, volverían a adueñarse del mundo.
En la década de los sesenta, y antes de que se pudiera firmar ningún Tratado de no proliferación de armas nucleares, los seis países, las seis grandes potencias del mundo, (Esto es, los Estados Unidos, la Unión Soviética, Gran Bretaña, Francia, Alemania y China), habían encomendado a sus respectivos ministerios de defensa que investigarán, en sus centrales antirradiación más seguras y protegidas, la posibilidad de fabricar la bomba atómica. Y todos ellos lograron su meta con gran éxito.
Adolfo Hitler vio que había vuelto a llegar su momento, y dio un triunfal golpe de estado en Argentina, asumiendo el control total del país y proclamando la República Argentina Fascista Suramericana. La noticia llenó de estupefacción y temor a las democracias de todo el mundo y, especialmente, a estas seis grandes potencias. A sus soldados, que aumentaba en progresión geométrica, les adjudicó el apelativo de “nuevos nazis”. Luego, como ya había sucedido en la segunda guerra mundial y con una política muy agresiva y belicosa, ordenó la invasión de los países limítrofes, que cayeron sin grandes y excesivas dificultades. En poco tiempo, el renacido poder fascista, controló completamente América del Sur y Central. Después, dividió a sus invencibles y todopoderosas tropas en seis ejércitos, al frente de los cuáles puso a sus hijos. Éstos, fueron reconocidos como jefes poseídos de una indudable pericia y habilidad militar, e invadieron los territorios de las seis grandes potencias. Pero, antes que nada, asaltaron sus plantas nucleares antirradiación con grupos reducidos especializados para tal fin, con comandos. El siguiente paso que dieron fue el de amenazar a los gobiernos con hacer explosionar las distintas bombas atómicas si no les cedían el poder. Los gobernantes democráticos, al ver la gran amenaza que se cernía sobre el mundo y sus conciudadanos, abdicaron de sus cargos y, lejos de tener clemencia para con ellos, fueron fusilados.
Los países que estaban en el ámbito de influencia de las seis grandes potencias, fueron invadidos por las fuerzas de los “nuevos nazis”, del emergente cuarto reich, sin que pudieran hacer nada para detener la avalancha que se les venía encima.
Pero en España la invasión de los “nuevos nazis” franceses fue, sin embargo, sorpresiva e inesperada, pues meses antes se había producido un pacto de no agresión, que se convirtió en papel mojado, ya que los fascistas lo utilizaron como un ardid para volver a agarrarse con determinación a la antigua política de los “hechos consumados”, del anterior conflicto bélico mundial.
En mil novecientos sesenta, había muerto el dictador y general Franco, vencedor de la guerra civil española y, el país, de la mano del Rey Juan Carlos Primero, había comenzado una pausada pero firme transición hacia la democracia. Los nazis galos se apoderaron, en primer lugar, de las principales ciudades y puertos marítimos de España. De este modo, fueron cayendo Madrid, Barcelona, Bilbao y Valencia.
En la muy culta y universitaria ciudad de Salamanca, por su parte, el estudiante de oposiciones y aspirante a nuevo Ordenanza, Alberto Bellido García, estaba en la Biblioteca Municipal de Garrido, disponiéndose a encauzar sus pasos hacia la videoteca, en la que reposaban grandes rollos de películas en amplios estantes. Alberto era autor de un par de novelas, una docena de guiones cinematográficos, tres relatos y una veintena de poesías. En una bolsa traía un clásico de terror de la Universal, “Drácula”, de Tod Browning, y el “Ciudadano Kane”, de Orson Welles. Los dejó sobre el mostrador, donde atendía a los usuarios una simpática y atenta chica de cabellos rubios.
“¡Vaya!”, dijo ésta, “¡Son dos grandes películas! ¿Y cuáles te vas a llevar hoy?”. “Espera”, dijo el chico sonriendo, “Espera a que le de una rápida ojeada a las estanterías. La chica volvió a tomar la iniciativa. “Bueno, mientras te lo piensas, voy a dejar estos rollos que me han traído”. “¡Espera, espera!”, dijo el chico, “¿Cuáles son esos?”. La chica se fijo con más atención en los rollos que tenía en sus manos. “A ver, voy a mirar la etiqueta… Pues son “Casablanca”, de Michael Curtiz, y “Frankestein”, de James Whale. “¡Vaya!”, replicó Alberto, “¡Son otros dos clásicos! ¡Los compró!”, remató bromeando. “Ya, ya”, dijo ella. “¡A ver si no vuelves a entregarlas tarde!”. “Tranquila”, contesto Alberto, “Que ya te prometí que eso no volvería a pasar”.
De repente, la calma y la quietud que reinaba en la Biblioteca, se vieron interrumpidas y rotas bruscamente por las alarmas aéreas y el ruido ensordecedor de los tanques. “¿Qué pasa, qué pasa? ¿Qué ocurre?”, le preguntaron al unísono los dos chicos al guarda de seguridad. “¡Oh, mierda, mierda, no puede ser!”, respondió éste. “¡Son los nuevos nazis galos que ya están aquí!”.
Los militares fascistas penetraron en el edificio sin que apenas nadie se atreviera a oponerles resistencia. En ese momento, la chica se dirigió a Alberto en voz baja y con insistencia. “¡Eh, chico! ¡Ven, sígueme! ¡Hacia donde nos cambiamos los funcionarios!”.
Milagrosamente, los dos se desplazaron con rapidez hacia la puerta que indicaba “Privado”. “¡Menos mal que no nos han visto!”, dijo aliviada la chica. “Veras, aquí abajo hay un búnker que está contiguo al garaje de la Biblioteca. Nos podemos esconder en él hasta que haya pasado el peligro porque me temo que puede haber represalias con mucha gente”. “¡De acuerdo!”, aceptó el chico entusiasmado por la proposición.
Los chicos se movieron con mucha agilidad y velocidad sin que les viera ningún militar. La chica pulso el código de acceso adecuado y ambos penetraron en el búnker.             Sólo los funcionarios de la Biblioteca que sabían la clave de entrada podían entrar en el mencionado búnker que tenía una puerta chapada en hierro que impedía el paso a los extraños. Los dos se quedaron escuchando atentamente, en silencio, para ver si oían algo relevante. Poco después, una voz potente y grave se impuso entre el tenso silencio. Era el oficial al mando de los invasores.
“¡Señores y señoras!”, dijo chapurreando como buenamente podía una mezcla de francés y español. “¡Préstenme atención! Les comunico que esta Biblioteca queda clausurada por ser considerada como gravemente peligrosa y perniciosa para la doctrina que quiere imponer el nuevo Emperador francés y su nuevo jefe al que deberán prestar obediencia ciega, el Emperador Hans. Mañana, como ya ha sucedido con otros centros bibliotecarios de España, será quemada. Así que les advierto que vamos a desalojar la Biblioteca y que no se atrevan a acercarse luego a sus inmediaciones. Y así fue, instantes más tarde, la Biblioteca fue desalojada. Aquélla noche fue larga y tristemente desconsoladora para los dos inquilinos del búnker.
“¡No, no, no puede ser!”, suplicaba la chica con impotencia. “¡Cómo es posible que esos bandidos se atrevan a cometer semejante atentado contra los valores humanos!”. “¡Vamos, vamos!”, le trataba de animar como buenamente podía Alberto. “¿Sabes lo que podemos hacer? Me dijiste que este búnker estaba protegido contra cualquier eventualidad, la puerta está chapada en hierro por lo que es imposible que pueda quemarse. ¿No es así?”. “Sí, sí, claro”, dijo la chica apartándose un par de lágrimas que le surcaban por las mejillas. “Pues,…”, se quedó ella pensativa. “¿Adonde quieres llegar?”. “Pues, simplemente, que podemos traer aquí abajo todo el material, es decir, libros y rollos de cine que consideremos interesantes. Los podemos salvar. Eso sí, no demasiados, para no levantar las sospechas de nuestros enemigos. “¡Es verdad, es verdad!”, dijo la chica con renacido entusiasmo. “¡Hagámoslo! ¡Venga!”. “Bien, bien”, dijo el chico, “pero con cautela”.
Así, esa noche, los chicos salvaron el material que más les convino y que resultaba, sin duda, más relevante para ellos. A la mañana siguiente, por la mañana, dio comienzo la destrucción controlada del edificio, con las llamas alzándose vigorosamente al cielo y mostrándose un escenario desolador y deprimente para los vencidos. Afortunadamente, en el búnker había víveres para varios días, por lo que no hizo falta que salieran al exterior.
“¿Y qué haremos cuando se termine la comida? Nos veremos obligados a salir al exterior”, se preguntó en voz alta Alberto.
“Lo que debemos hacer es observar cómo esta la situación afuera. Ven, te conduciré hasta un tragaluz y así nos enteraremos de todo lo que pasa”, dijo la chica con determinación.
En la calle, las fuerzas fascistas patrullaban incesantemente y se había establecido el toque de queda. Mientras tanto, en esos momentos y en otra parte del mundo, en Argentina, el viejo dictador nazi Adolfo Hitler, fallecía. A los funerales de Estado acudieron todos sus hijos, que trataron de que su madre se sintiera fuertemente respaldada por ellos, aunque ésta moriría pocos meses más tarde.
En Salamanca, las patrullas cesaron su movimiento poco antes de la medianoche y los inquilinos del búnker de la Biblioteca se aventuraron a salir al exterior, encaminándose hacia el edificio que estaba al lado. Estuvieron inspeccionando las diversas plantas del edificio, teniendo especial cuidado de no toparse con militares. No obstante, su sorpresa fue mayúscula cuando, antes de irse, decidieron explorar el sótano. Allí había organizada una asamblea no muy numerosa ya que, como era lógico, la mayoría de la población estaba atemorizada. Había un fuerte debate acerca de lo que se debía hacer. Unos, los menos, eran partidarios de un movimiento revolucionario pacífico, al estilo de Ghandi en La India. Pero la mayoría se inclinaban por asaltar un cuartel por sorpresa, durante la madrugada, y arrebatar los fusiles a los fascistas, articulando una resistencia armada. Uno de los hombres pertenecientes al segundo grupo se dirigió a los discrepantes con sus argumentos de una forma muy directa y concisa.
“Camaradas, compañeros, sois muy ingenuos si pensáis que solamente con  palabras persuadiréis a semejantes máquinas de matar que están equivocados. “Podemos hacer otra cosa si, por supuesto, me permitís el uso de la palabra”, se adelantó, surgiendo de entre la penumbra, Alberto. “¿Quién está ahí? ¿Quién demonios está ahí? ¡Maldita sea! ¡Nos han descubierto! ¡Rápido, compañeros, a las armas!”, se precipitó con ostensibles exclamaciones el que había lanzado su plática a la asamblea antes que Alberto. Algunos de aquéllos hombres, muy nerviosos y azorados, sacaron sus pistolas, apuntando hacia el lugar dominado por las sombras. “¡Eh, eh, compañeros, tranquilos! ¡Qué somos de los vuestros! Esta chica y yo nos hemos escondido hace unos días en un búnker que había en la Biblioteca de al lado, la noche antes de que la quemaran. Hemos rescatado un buen montón de material apreciable para evitar que fuera pasto de las llamas”.
“¡Ah!”, suspiró aliviado y desechando al instante la tensión que le había provocado el intruso. “Si es así, continua con tu exposición”. “Gracias”, replicó cortésmente Alberto. “Bien, pues yo creo que lo mejor que podemos hacer, compañeros, es aplicar ese dicho tan conocido de, A Dios rogando pero con el mazo dando. Me explico. No creo que todos, absolutamente todos nuestros adversarios sean duras e insensibles máquinas de matar. Estoy seguro de que entre los nuevos simpatizantes del régimen fascista, que no tienen más remedio que seguir sus dictados, hay gente a la que podremos convencer de que conservar a toda costa la libertad y la democracia en este país es lo más importante. Pero eso sí, con las tropas invasoras no hay más opción que enfrentarse a ellos mediante una táctica que nuestros antepasados aplicaron favorablemente hace ya más de un siglo, con la anterior invasión de los gabachos, la guerra de guerrillas”. “¡Eso es!”, dijo el hombre que estaba en el púlpito. “¡Una solución intermedia! ¿Estáis de acuerdo, compañeros?”. “¡Sííí!”, proclamaron enfervorizados al unísono todos los asamblearios.
Y así aconteció, la vieja táctica fue empleada a partir de entonces por la resistencia al régimen fascista, que amplió su número en gran proporción, obteniendo éxitos muy destacados en su empeño de desmoralizar y diezmar al enemigo.
Y, en prácticamente todos los países del mundo, se aplicó la susodicha táctica, logrando, al cabo de pasados unos años, acabar con el poder de los líderes fascistas y del cuarto reich.
FIN.

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