EL ESCRITOR COMPULSIVO

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El gran Gustavo Adolfo Bécquer

EL ESCRITOR COMPULSIVO

El escritor compulsivo soy yo, Alberto Bellido y este es un blog dedicado a mi mayor afición, a mi mayor pasión: El cine, el séptimo arte.

En el blog los visitantes podrán leer y comentar diversos artículos así como guiones de todos los géneros redactados por mí y sus memorias de realización, es decir, las diferentes intenciones que me guiaron en el momento de crear cada historia.

Espero que todos disfrutéis con mi blog.

Un afectuoso saludo.

jueves, 2 de junio de 2011

RELATO DE "UN PAJAR SIN FIN".

“UN PAJAR SIN FIN”.


Una clase de Salamanca formada por treinta alumnos con edades comprendidas entre los dieciséis y los dieciocho años, llega en un autobús a la localidad de Aldearrubia. La profesora que mejor relación mantiene con estos alumnos de Segundo de Bachillerato es la que ha decidido pasar con ellos un día de acampada y, para ello, ha conseguido llegar a un acuerdo con el Edil del mencionado Municipio, para hacerlo en la casa más antigua y grande del pueblo. La maestra es una joven de treinta años muy decidida y aventurera, y sus alumnos pertenecen al Colegio de los Salesianos de María Auxiliadora.
Mediante este acuerdo con el Alcalde de Aldearrubia, aquella clase compuesta por treinta alumnos, van a pasar la noche en la poco tranquilizadora Mansión que un Siglo antes había sido propiedad del Doctor del pueblo y cuyos últimos moradores decidieron abandonarla hacía ya una década.
Los alumnos, provistos de tiendas de campaña, siguen al pie de la letra las indicaciones de su profesora que supervisa la instalación de las tiendas. Es una clase muy especial, dividida en dos grupos con la misma cantidad de efectivos. Por un lado, los empollones y, por otro lado, los macarras. Salvo en contadas excepciones, la relación entre ambas pandillas no es demasiado buena.
El grupo de los empollones, picados por la curiosidad, resuelven aventurarse en el pajar de la casa, que habían descubierto previamente dos de los alumnos del grupo. La profesora, que aunque mantiene unas relaciones más o menos correctas con los dos grupos, manifiesta una mayor simpatía e inclinación con los alumnos estudiosos y aplicados, se pone al frente de aquella improvisada expedición.
Mientras tanto, los macarras, que son, ante todas las cosas, unos auténticos pasotas, se entretienen organizando un partido de fútbol con unos improvisados palos haciendo las veces de porterías en el jardín.
El pajar es tan espacioso y está tan oscuro, que no tienen más remedio que utilizar unas linternas que han traído para casos de emergencia. Durante diez minutos, están revisando el pajar de arriba a abajo. Uno de los alumnos se queda muy intrigado al ver, sobresaliendo del suelo, una trampilla provista de un asa. Rápidamente, avisa a su profesora y a sus restantes compañeros. Todos se preguntan qué es lo que habrá debajo de la misteriosa trampilla. Así, especulan con que lo más probable es que haya un sótano o una bodega.
En ese momento, las dos puertas de acceso que tiene el pajar se cierran violentamente y todos se precipitan, primero hacia una, y luego hacia la otra, pegando grandes y ostensibles voces pensando que ha sido un golpe de aire o una corriente de viento la que las ha cerrado y con la vana esperanza de que sus futboleros compañeros les oigan y les liberen.
Pero, nada más lejos de la realidad, pues empiezan a escucharse unas risas que progresivamente se van haciendo más atronadoras. Indudablemente, deducen que son sus compañeros los que los han encerrado para correrse una buena juerga. Golpean las puertas en repetidas ocasiones pero los macarras hacen caso omiso a las súplicas de los prisioneros del pajar.
Pasan las horas y los macarras se van a dar una vuelta por el pueblo, mientras que los empollones resignados y sabiendo que su encierro va para largo, esperan pacientemente el momento en el que sus compañeros sean lo suficientemente clementes como para liberarles de su cautiverio. La profesora sugiere a sus alumnos abrir la puerta de la trampilla para saber qué es lo que hay debajo de ella y, también, para no aburrirse como ostras. Y así hacen. Todos bajan por unas escaleras que les conducen a un espacio igualmente techado, como el pajar,  alargado, con dos paredes, de las cuáles una es en la que está la escalera por la que han descendido, y la otra está a un par de metros de distancia.
Observan que ni caminando hacia la izquierda ni hacia la derecha se advierte el fin de ese espacio para dar paso a uno nuevo, por lo que concluyen que se encuentran en un pasadizo. Por último, y como es el caso del pajar que acaban de dejar, se halla sumergido en la oscuridad más absoluta y un espeso líquido los cubre de cintura para abajo. Enfocan con las linternas. Es un líquido negro y todos suponen que se trata de petróleo. Acuerdan encaminarse hacia la derecha y la profesora les incita a correr con el anhelo de dar con la salida a tan angustioso e insólito espacio, pero sus esfuerzos se revelan inútiles y completamente baldíos y, exhaustos y reducidos a un brutal agotamiento, se apoyan contra la pared.
Por su parte, los macarras, que ya se han cansado de estar en el bar de la localidad bebiendo jarras de cerveza y viendo que el partido del sábado por la noche que ofrecen por la televisión, ha tocado a su fin, retornan a la mansión. Son perfectos conocedores de que la broma que han gastado a sus compañeros ha sido muy pesada. Por lo tanto, abren las puertas del pajar pero no ven a nadie y su sorpresa es mayúscula cuando descubren la trampilla abierta.
Mientras tanto, la profesora y los empollones, recuperados del agotamiento, reanudan su andadura y varios cientos de metros más tarde vislumbran en el horizonte el final del estrecho pasadizo. Uno de los alumnos otea un escarpado sendero que conduce a un siniestro Castillo cuya figura se alza poderosa, llegando incluso al extremo de tocar el cielo, tal y como ocurría con la famosa Torre de Babel Bíblica. Los intrigados y atemorizados alumnos, con su valiente profesora al frente, se aventuran por el sinuoso sendero, dejando a ambos lados una abundante cantidad de árboles que conforman un denso y oscuro bosque.
Por fin, después de otra interminable media hora de peregrinaje, llegan a las puertas del Castillo. El alumno más atrevido y valiente del grupo de los empollones, golpea con fuerza la espoleta del enorme portón de madera en tres ocasiones, mientras que sus compañeros, que están temblando de la cabeza a los pies, son retenidos, en su afán por huir del lugar, por la mirada inquisitiva de la profesora que les hace ver que deben obrar de manera contraria a la que pretenden.
Procedentes del interior del Castillo, se oyen unos pasos que se van agigantando y provocando un ruido muy estridente. El dueño y ocupante de aquella imponente y distinguida Fortaleza descorre los siete cerrojos de la puerta y la abre al tiempo que las bisagras chirrían, acrecentando el temor de los infortunados visitantes. Ante su visión aparece un hombre de mirada maquiavélica, rostro envejecido por los años y ataviado con una capa de color púrpura, que les hace pasar, con una señal de su temblorosa mano, a su morada. “¡Pasen, pasen! ¡Jaja! ¡Les estaba esperando con mucha ansiedad!”, les dice. La profesora reacciona y replica a aquel siniestro personaje, en representación de todos sus alumnos. “¿Y cómo ha sabido que íbamos a venir a su Castillo?”, pregunta. “Porque, aunque no se lo crean, yo tengo poderes telepáticos, es decir, que ostento la poderosa capacidad y habilidad de la clarividencia. ¡Pasen, pasen! ¡Y dejen fuera parte del temor que traen consigo”, concluye.
El siniestro interlocutor de aquellos empollones alumnos da media vuelta confiando, sin reservas, en que sus nuevos huéspedes le van a seguir. La comitiva atraviesa el patio de armas y accede al interior del castillo por una Torre idéntica a las que se construían, en gran número durante la época medieval. Es, por tanto, una de las denominadas Torres del Homenaje.
En el transcurso del trayecto entre el portón principal de la Fortaleza y la Torre, dos alumnos, que cuchicheaban para no ser oídos, llamaron la atención de aquel generador de miedos incontrolables, que también era poseedor de una agudeza auditiva propia de los gatos. “¡Seguro que es Drácula! ¡Te has fijado bien! ¡No es una leyenda! ¡Es real! ¡Idéntico! ¡Con esa capa de color rojo! ¡Y esos colmillos! ¡Los he visto cuando se ha reído! ¡Los tenía afilados y puntiagudos, como los de los vampiros!”. “¡Muchachos, les he oído! ¡Les he oído! ¡Yo no soy ese que dicen! ¡Ese tal Drácula siempre quiso emularme! ¡Pero dejó de existir hace un siglo! ¡Acabaron con él por su extremada maldad y crueldad”, graznó el dueño del castillo. En la gran Sala Capitular de la Planta Baja de la Torre había un retrato en el que aparecía un guerrero manejando un alfanje. “Observen, observen atentamente este retrato. Ese de ahí soy yo. Me lo hicieron hace ya unos siglos, durante la cruenta guerra que nosotros, los defensores de la Cristiandad, sostuvimos contra el temible turco”.
Los corazones de los alumnos, ante la siniestra e inesperada relevación del tétrico Conde, se encogen y únicamente la profesora aparenta, a duras penas, no tener ni rastro de inquietud marcado en su rostro. “¡Jajaja! ¡Tranquilo, chicos! ¡Tranquilos! ¡Que no les voy a hacer nada! ¡Ni beberme su sangre ni nada de eso!”, exclama sonriendo el vampiro. “Dejen, dejen, que siga contándoles lo que sucedió en aquellas tensas jornadas de ardor guerrero. Veran, me arrebataron mi espada y yo, a su vez, no tuve otro remedio que coger la que uno de aquellos perros había dejado en el suelo al morir a manos de uno de mis valientes. Aquel día resultó grandioso para mi ejército. En el transcurso de aquella jornada obtuvimos una resonante victoria y los turcos no volvieron a inquietarnos jamás. Pero no se alarmen, muchachos”, dice el vampiro cambiando de tercio. “Yo soy un vampiro benévolo y sé distinguir en el interior de los corazones humanos, sé  discernir entre los que son buenos y malos. Yo sólo me alimento de la sangre de los malvados. Por cierto, ahora estoy sintiendo que sus compañeros maltratadores han accedido a este inframundo por el mismo sitio por donde lo hicieron ustedes, por la trampilla del pajar de mi querido Doctor”, concluye. “¿Y qué va a hacer cuando lleguen aquí?”, le pregunta la profesora. “Espero que nos le haga daño. Son también alumnos míos”, indica la maestra. “No se preocupe, que con sus discípulos traviesos haré una excepción”, contesta. “Ahora subamos a la primera planta. Allí les espera una suculenta cena. Luego los llevaré hasta sus aposentos, pues pasarán la noche aquí, conmigo. Son mis huéspedes y no aceptaré un no por respuesta”, proclama el vampiro. “Muy bien. En realidad está claro que no podemos hacer otra cosa. Estamos a su merced”, contesta la maestra. Un rato más tarde, los alumnos empollones y su profesora comen con avidez la apetitosa cena que les ha preparado el vampiro. Éste los mira fijamente, provocando temblores en aquellos aplicados chicos. Uno de ellos rompe el incomodo silencio que se había impuesto. “¡Oiga, Señor Drácula! ¿Usted ya ha cenado?”, pregunta. “Sí, ya lo he hecho, y me he saciado bien. ¡Jajaja!”, replica el vampiro. ¿Ya han terminado? Bien, les conduciré a sus habitaciones. Dormirán dos en cada una y a usted, señorita profesora, le he reservado mi Suite”. “Muchas gracias”, contesta la maestra temblorosamente. Una vez recluidos en los aposentos, pasa una hora en la que el inmenso castillo permanece sumergido en el más absoluto y lúgubre silencio.
Pero transcurrido ese corto espacio de tiempo, desgarradores chillidos se adueñan de la noche. Todos se levantan de sus confortables literas sobresaltados. La profesora los llama para que se reúnan en el pasillo de la Primera Planta. Lo que ha sucedido es que sus apreciados compañeros macarras han arribado al Castillo y el vampiro ha incumplido la promesa dada a la profesora. En ese momento, por el ancho pasillo pasan un par de macarras perseguidos por un lobo con las fauces completamente ensangrentadas. El grupo de encogidos y aterrorizados empollones se dispone a bajar las escaleras cuando observan desencajados al vampiro bebiendo la sangre que mana del cuello de un desafortunado macarra. También hay otras tres vampiras que están alimentándose de los cadáveres de otros tres chicos. Finalmente, unas voces susurrantes provocan que los asustados empollones echen a correr escaleras abajo. “¡Todos moriréis aquí! ¡Huuu! ¡Todos moriréis aquí! ¡Huuu!”. Dos de los chicos caen al suelo. “¡Eh! ¿Dónde van ustedes? ¡No puede ser! ¿Ya se marchan? ¡No serán ustedes tan desconsiderados y maleducados de dejarme en la estacada!”, proclama el vampiro irónicamente, mostrando sus colmillos ensangrentados. Todos los macarras yacen inertes mientras que los empollones van disminuyendo alarmantemente en su número, siendo acechados sin tregua por los vampiros y los lobos. “¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos ahora, profesora?”, grita un alumno.
“Bajemos a la planta baja. Allí nos dividiremos en parejas para que a esas bestias no les resulte tan fácil apresarnos. ¡Ah! ¡Y no se os olvide rezar para que de este lugar maldito salgamos todos los que podamos!”, indica la maestra. Así hacen, pero tan sólo media docena logran salir del castillo, galopando por el patio de armas y consiguiendo abrir, no sin pasar por grandes apuros, la puerta principal de la Fortaleza. El chupasangres y sus siervas, así como los lobos les siguen también a una elevada velocidad.
La desaforada carrera de la profesora y sus alumnos supervivientes se prolonga por el sendero que cruza de un extremo al otro el bosque colindante al Castillo, y por el pasadizo, en el que el petróleo resulta un obstáculo tan grande que tienen que aminorar su marcha. Por su parte, la persecución a la que están siendo sometidos por Drácula y las vampiresas resulta ser tan feroz que llegan al punto de pisarles los talones.
Por fin, la profesora y los sus seis empollones discípulos suspiran aliviados cuando suben las escaleras que les conducen, sanos y salvos, a abandonar el  tenebroso inframundo, y cierran la trampilla del pajar en el momento justo en el que el vampiro, liderando a sus terroríficos subordinados, estaban en disposición de alcanzarlos. Éstos, golpean con saña la trampilla, pero no son capaces de que ceda. “Bueno, chicas”, dice el vampiro. “Vamonos, evitad ofuscaros, que ya vendrán otros incautos a servirnos de alimento. ¡Jajaja!”. Los ecos de sus risotadas y maldiciones, que acompañan a esta última y postrera declaración del vampiro, se van extinguiendo progresivamente, como señal inequívoca de que se han dado por vencidos y dan por concluida su caza, retornando a su siniestra morada.
Sin perder ni un minuto de tiempo, los siete supervivientes salen del pajar y, ya en el exterior, la profesora llama por su  teléfono móvil a la centralita de taxis de Salamanca para que vayan a recogerlos y los devuelvan a la ciudad. Un cuarto de hora más tarde, la maestra y sus alumnos, ya acomodados en los vehículos, vuelven a hablar de forma distendida. “Yo no voy a volver jamás a en la vida a este pueblo. ¿Y vosotros?”, pregunta la profesora. “Nosotros tampoco”, dijo uno de ellos con la voz todavía quebrada por el susto.
FIN.

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