MICRORRELATO: “EL ENLOQUECIDO CONDE DE RUEDA”.
No espero que nadie crea este extravagante pero sencillo relato. Fui el Conde de Rueda y viví en el Siglo diecinueve. Fui el último de mi estirpe. Sí, después, mi familia se extinguió como las brasas de un fuego ardiente.
Sin embargo, en mi mayor esplendor, tuve un apreciable sequito de criados y una esposa bella y virtuosa. Asimismo, poseía viñedos que producían el mejor vino de España.
Fui un Conde prudente, amado por mi esposa, respetado por mis súbditos. Pero llegó un año maldito, con un cúmulo de desgracias abatiéndose sobre mí.
En Primavera, en el inicio de la siembra de la vid, varias tormentas anegaron los campos. Afectado, mi carácter se resintió. De ser afable, me convertí en huraño. La sensatez me abandonó y comencé a ignorar a mi esposa.
Decidí encerrarme por las noches en un cuarto pequeño y oscuro, anexo a la cocina. Allí, al término de cada jornada, me aseguraba que nadie me molestará, encendía una vela y me recluía con una botella de absenta. Los criados, tentados por otros Nobles, se marcharon.
Y llegó el fatídico día en que mi esposa confesó su infidelidad. Estaba encerrado, como de costumbre, en el cuarto oscuro. Ella abrió la puerta y me desveló que necesitaba un hombro en el que desahogar sus penas. Al no encontrar alivio en mí, se había enamorado del último criado que aún continuaba en la casa, un joven atractivo y apuesto.
Hecha la confesión, me dejó sólo, sometiéndome a siniestros y lúgubres pensamientos. Enrabietado, bebí compulsivamente absenta e insulte a mi esposa. Pero ella ya me había abandonado para siempre.
A la mañana siguiente, desperté sobresaltado, con una única obsesión: Castigar a mi esposa por su adulterio. Registre toda la casa, pero no hallé a los amantes. Los maldije una y mil veces, aunque no me resultaron suficientes.
Demolido por la tristeza, exhausto, retorné al cuarto oscuro, encerrándome con un collar que ella había olvidado en su huida y varias botellas de absenta.
Durante días, bebí con ahínco, grité enloquecido, agarre con violencia el collar, como si este gesto me pudiera devolver a mi esposa, y me sumergí en sueños negros y agitados.
Consumí mi energía y, agonizante, moví una vela, descubriendo un precioso vestido morado de mi esposa. Esperanzando, me arrastré, pues creí ver su cara coronándolo. Pero el alcohol me estaba confundiendo. Abracé las enaguas y después subí hasta el talle. Sentí como mi cabeza daba vueltas, con la cara de mi esposa apareciendo y desapareciendo. Desquiciado, bebí de un trago el contenido de la última botella de absenta. En ese instante, sobrepasé el límite de mi resistencia. Mi cuerpo cayó hacia atrás, mi cabeza se golpeó contra el frío suelo y varios hilillos de sangre se entremezclaron entre las baldosas.
Cuando encontraron mi cadáver, sus descubridores retrocedieron espantados. Tenía el collar enredado entre los dedos y los ojos abiertos al máximo.
Este fue el triste final del Noble más distinguido de España.