EL ESCRITOR COMPULSIVO

EL ESCRITOR COMPULSIVO
El gran Gustavo Adolfo Bécquer

EL ESCRITOR COMPULSIVO

El escritor compulsivo soy yo, Alberto Bellido y este es un blog dedicado a mi mayor afición, a mi mayor pasión: El cine, el séptimo arte.

En el blog los visitantes podrán leer y comentar diversos artículos así como guiones de todos los géneros redactados por mí y sus memorias de realización, es decir, las diferentes intenciones que me guiaron en el momento de crear cada historia.

Espero que todos disfrutéis con mi blog.

Un afectuoso saludo.

sábado, 1 de septiembre de 2012

RELATO DE EL MÉDIUM DE LA BATALLA DE BELCHITE


RELATO DE “EL MÉDIUM DE LA BATALLA DE BELCHITE”.
El coche de Luis y María, que es el primero de la comitiva, se para a la entrada del abandonado y ruinoso pueblo de Belchite. Hace unas horas ya, que acompañados por otras dos parejas de amigos, las formadas por Ángel y Raquel, y Fernando y Beatriz, salieron de Zaragoza con la idea de pasar el fin de semana de acampada, en algún lugar sin determinar de la Región aragonesa. Todos ellos salen de sus respectivos vehículos, y Luis se dirige a los demás: “¡Vaya me he quedado sin gasolina! Pensaba que pronto encontraríamos una gasolinera y por eso no os he querido avisar”. “No te preocupes, Luis, que yo tengo de sobra. Siempre llevo un par de bidones en el maletero, por si acaso”, responde Fernando. La noche va cayendo poco a poco, progresivamente, y la oscuridad se adueña del horizonte. “¡Vaya, qué mal rollo da este lugar! ¿Qué pueblo es este?”, interviene María. “Es el pueblo de Belchite. Aquí se libro una de las batallas más crueles de la Guerra Civil. Se dice que todos sus habitantes fueron fusilados, y desde entonces el pueblo quedo abandonado”, relata Ángel con suficiencia. “¡Vaya, qué bien! ¡Qué cosas más alegres cuentas, cariño!”, remata Raquel. “¿Y qué quieres, Raquel? ¡Es lo que paso! ¡La Historia no se puede cambiar!”, replica Ángel a su novia. “Bueno, ¿Sabéis qué?, chicos, yo estoy muy cansada y prefiero no continuar con el viaje. ¿Qué os parece si acampamos aquí esta noche?”, sugiere Beatriz. Todos asintieron afirmativamente con la cabeza, sin deserciones. “¡Eh, vamos a inspeccionar el lugar! ¡Así decidiremos cuál es el sitio más adecuado para instalarnos con las tiendas de campaña!”, proclama Luis, que se abre paso seguido por los demás, entre las deterioradas calles del fantasmal pueblo. El espectáculo que se ofrece ante sus ojos es tétrico, sombrío. Las que hacía más de medio Siglo habían sido las casas de un floreciente pueblo aragonés, en la actualidad no eran más que un conjunto de construcciones semiderruidas y desoladas donde los ratones campaban a sus anchas. Los seis jóvenes progresaron por la calle principal del pueblo hasta que llegaron a la edificación más alta de la Localidad, una Iglesia que, a pesar de las evidentes huellas de los bombardeos sufridos durante la guerra, aún se mantenía en pie. Luis observó con detenimiento el terreno. “Bien, ¿Qué os parece si acampamos aquí, al lado de la Iglesia? Hasta ahora es el sitio más adecuado que he visto para poner las tiendas”, sugiere. “Sí, a mí, por lo menos, es el sitio que menos mal rollo me da”, responde María. Y todos los demás volvieron a asentir con las cabezas en señal de aprobación. En poco tiempo, la media docena de jóvenes recorrieron en ambos sentidos el trayecto que separaba a sus vehículos, con sus enseres y provisiones, de la Iglesia. Una vez que han centrado las luces de sus linternas, cenado y contando varios chistes, relajados, se disponen a introducirse en sus respectivas tiendas de campaña para poder descansar y dormir hasta la mañana siguiente. Sin embargo, de repente, un sonido los deja sobresaltados y con sus corazones latiendo a más de cien pulsaciones. Es el sonido de las que se supone que son las campanas de la Iglesia, pero todos miran hacia arriba y ven que, en lo que su tiempo fue el campanario del Templo, no hay ninguna campana, esta desprovista de ella. El sonido de las inexistentes campanas se repite doce veces, indicando que ya es medianoche. Entonces, un ruido, en un principio débil, pero progresivamente más y más fuerte, se va apoderando del cielo nocturno. De forma inequívoca corresponde al ruido que provoca una escuadrilla de aviones. Todos otean, escudriñan al cielo con evidente nerviosismo, pero no ven las típicas luces rojas que distinguen su trayectoria. Y el temblor y el miedo más profundo hace mella en los chicos acampados cuando comienzan a escuchar el sonido de las voces, que se van transformando en cánticos religiosos, en el interior de la Iglesia. Pero allí, en el interior de aquel Templo, todos pueden ver que no hay nadie más con ellos, aunque sí que se llegan a distinguir sombras que provocaron la inquietud de los visitantes. Sin pausa para el respiro, enseguida los asustados chicos oyen un sonido semejante al de las bombas al caer a tierra. Histéricas, las chicas empiezan a dar chillidos, mientras que los chicos tratan de calmarlas. El bombardeo de otra época dura diez intensos e interminables minutos. Y, cuando por fin cesa y los fantasmales aviones se alejan del pueblo y los cánticos acaban, el cuadro es impactante, con todos abrazándose e intentado relajar a sus compañeros. De las tres, Raquel es, con diferencia, la que más ha enloquecido. Con la mirada pérdida, habla agitadamente con el resto del grupo, con el objetivo de persuadirles de abandonar ese siniestro pueblo fantasma y dirigirse a cualquier otro lugar donde el recuerdo de los muertos no sea más pesado que el de los vivos. “¡¡Vámonos!! ¡¡Vamonos de aquí, por favor!! ¡¡Este lugar está maldito!! ¡¡Nada bueno nos puede pasar aquí!! ¡¡Vamonos!!”, implora Raquel. Por su parte, Luis habla con ella pretendiendo que recupere la cordura que cree que ha perdido. “A ver, Raquel, tranquilízate. Todo lo que ha sucedido no es real, ¿Me entiendes? Probablemente hemos sido víctimas de una enajenación colectiva. Todos esos ruidos que hemos escuchado no son reales”, sentencia. Pero Ángel, que es el más crédulo en cuestiones esotéricas y paranormales, disiente de plano con Luis. “¡Ah, no! ¡Eso sí que no, Luis! ¡Todo lo que ha ocurrido es real! Lo que ha pasado es que dos planos de la realidad, el presente y el pasado, se han cruzado, han chocado”. Pero Luis no se cree nada de lo que su amigo Ángel proclama con tanta trascendencia. “¡Pero qué dices, Ángel, tío! ¡Me parece increíble que puedas decir todas esas bobadas y quedarte tan a gusto!”, remacha Luis. La discusión va subiendo de tono y es Ángel quien la da por concluida con un desafío dirigido a Luis. “Si no crees en nada de esto, ¿Te atreverías a practicar una sesión de ouija para contactar con la gente que murió en este pueblo?...¡Bah, estoy seguro de que no te atreverás! ¡No sé para qué te lo he propuesto!”, se corrige Ángel después de su interrogante. “¡¡Cómo que no me atrevo!! ¡¡Claro que me atrevo!! ¡¡No soy ningún cobarde!!”, ruge Luis, sintiéndose ofendido. Entonces, Ángel observa a los demás buscando su aprobación, pero no encuentra nada más que indiferencia y temor. No obstante, Raquel habla en nombre de los demás. “¡¡Por qué no nos vamos ahora mismo de este pueblo!! ¡¡Por favor, por favor, Ángel, Luis!!”, suplica. Pero ninguno de los dos aludidos está dispuesto a ceder frente al otro. “¡Vale, decidido, haremos una sesión de espiritismo en toda regla! ¡Enseguida traigo el tablero y un vaso!”, exclama Ángel entusiasmado. Así, en cinco minutos dispone todo para iniciar la sesión. Luego, explica a los demás que deben poner un dedo sobre el vaso. Y comienza a dirigirse en voz alta a los espíritus. “¿Hay alguien ahí? Repito: ¿Hay alguien ahí? ¡Sólo quiero saber si necesitas algo de nosotros!”, pregunta Ángel, lanzando sus interrogantes y exclamaciones al aire. A su vez, se dirige a sus amigos, “¡Atención, chicos! ¡Ahora cerrad los ojos! ¡Y concentraros, procurad no pensar en nada!”. Todos acatan las instrucciones de Ángel. Entonces, un viento gélido, pesado, se apodera de la atmósfera y el vaso comienzan a moverse en círculos alrededor del propio tablero. En un principio, con lentitud, pero más adelante a mayor velocidad. Luis siente que algo le induce a abrir los ojos, y así hace. Asombrado, ve cómo una niña de cabello moreno y ojos negros se dirige a él, pidiéndole ayuda con desesperación. “¡Ven, por favor, Luis! ¡Ayúdame! ¡Me van a matar!”. Una triste sonrisa se dibuja en su rostro y Luis, vencido por una insoportable tensión, se cae hacia atrás sin sentido. “¡¡Para, por favor!! ¡¡Para la sesión esta o como la quieras llamar, Ángel!! ¡¡Luis, no reacciona!! ¡¡Mierda, no reacciona!!”, grita desesperada María. Pero, en realidad, Luis no ha muerto. Cuando vuelve a abrir los ojos se ve sólo, despistado en medio del pueblo, con gente corriendo en todas las direcciones aunque apresurándose, sobre todo, hacia la Iglesia. Perplejo, observa durante unos cortos instantes como la mayor parte de las casas están en pie, y la Iglesia también, con sus campanas tocando sin cesar. Una niña, la misma niña de antes, corre con sus padres y hermanos hacia la Iglesia, pero reparando en Luis al que, con una voz dulce y melosa le induce a que los acompañe. “¡Eh, no te quedes ahí parado! ¡Esos aviones los llevan hombres malos y te matarán! ¡Venga, ven con nosotros!”. Luis, impactado, sonríe a los padres de la niña y a sus hermanos, y se deja guiar hasta la Iglesia. Al menos dos centenares de refugiados se apiñan en el Templo, convencidos de que en la Casa de Dios nada malo les puede suceder, mientras que las bombas caen afuera, destrozando sus casas. Sin embargo, dos de dichas bombas caen sobre la Iglesia, abriendo sendos boquetes y matando a unas veinte personas, entre hombres, mujeres y niños, e hiriendo a otros tantos. La confusión y los gritos de espanto recorren la Iglesia, pero alguien de los congregados se decide a apacentar a aquel gran grupo humano con lo único que, en ese trágico momento, puede funcionar: Entonando un cántico religioso. Todos aquellos seres humanos, aún siendo conscientes de que esa noche puede ser la última de sus vidas, se ponen a cantar mientras el bombardeo prosigue afuera con fuerza. A Luis se le pone la carne de gallina y los pelos de punta. El hombre que lleva la voz cantante proclama: “¡¡El Señor nos salvará!! ¡¡Él es misericordioso y omnipotente, y sólo él nos salvará!!”. Entonces, al instante, el bombardeo cesa y los aviones se alejan del pueblo. “¡¡Oh, sí, Dios nos ha salvado!! ¡¡Demos gracias a Dios”, exclaman los supervivientes al unísono. Varios hombres, entre los que está Luis, se asoman al exterior del Templo, dándoles tiempo a observar a los milicianos republicanos huyendo despavoridos del pueblo, y a las tropas franquistas entonando el “Cara al sol”, entrando en la destrozada Localidad. Después de unos tensos minutos, un General del ejército nacional, escoltado por varios Oficiales, accede a la Iglesia. Es un General con un bigotito recto, unas gafas ahumadas y varias condecoraciones adornando su chaqueta, provisto de una maligna sonrisa. “¡Por fin, por fin hemos conquistado este maldito pueblo! Ahora, Oficiales, ¡Debemos fusilar a toda esta gente! ¡Seguro que entre ellos hay milicianos infiltrados!”, proclama entusiasmado. Pero uno de los Oficiales, un Teniente, da un paso al frente, hacia el despiadado General, desafiándolo. “¡Pero qué es lo que está diciendo! ¡Es que se ha vuelto loco! ¡No puede asesinar a civiles inocentes! ¡La cruzada que nos unió en torno al Caudillo es una cruzada religiosa, católica! ¡Si se atreve usted a matar a civiles inocentes irá usted directamente al infierno! ¡Iré a quejarme al Alto Mando!”. El Teniente hace ademán de salir de la Iglesia al ver que el General no le responde, pero éste acaba con el Teniente díscolo pegándole dos tiros con su pistola. Los gritos de espanto de mujeres y niños se suceden por toda la Iglesia, pero el General logra acallarlos disparando al aire. “¡¡Silencio!! ¡¡Silencio, coño, de una vez!! Y bien,...”, se dirige a sus subordinados, “¿Alguien más se va a atrever a no acatar mis órdenes?”. Pero ninguno responde, atemorizados, y todos los Oficiales agachan la cabeza, en señal de sumisión. Así, acto seguido, Luis es testigo de escenas desgarradoras. Los civiles son sacados de la Iglesia, a empujones, y colocados, por un pelotón de fusilamiento improvisado, delante de una de las paredes del Templo, siendo asesinados entre gritos de angustia y llantos. Y cuando llega el momento de la familia de la niña y de Luis, la madre le ruega a éste que trate de huir y poner a salvo a su niña. En un momento dado, de distracción, en el que los integrantes del pelotón están recargando sus armas, Luis agarra de la mano a la niña y consigue esquivar los disparos de los ya alertados militares franquistas. La niña y Luis salen del pueblo, dirigiéndose hacia un bosque cercano, pero antes de penetrar en el mismo son alcanzados por una patrulla. “¡¡Alto!! ¡¡Deteneros si no queréis que os pegué un par de tiros aquí mismo!!”, les conmina uno de los militares. La niña y Luis no tienen más opción que detener su huida y obedecer. Momentos más tarde, son devueltos al exterior de la Iglesia, donde se sigue con los fusilamientos. El siniestro General los mira despectivamente, resguardado en sus gafas, sin un ápice de humanidad, ni tan siquiera para la niña. “¡¡Fusilad a esos fugitivos!! ¡¡Fusiladlos ahora!!”. En ese instante, la niña y Luis contemplan horrorizados que los padres y hermanos de ella yacen en el frío suelo, inertes, con sus cuerpos ensangrentados. La niña comienza a lloriquear, al tiempo que en el rostro del General se perfila otra vez una sonrisa maléfica. “¡¡Maldito seas!! ¡¡Maldito seas!! ¡¡Arderás en el infierno!! ¡¡Me oyes!! ¡¡En el infierno!!”, clama Luis. El pelotón de fusilamiento se dispone a acabar con aquel grupo de lugareños, uno de los últimos que queda. Entonces, Luis cierra los ojos con fuerza, agarrando la mano de la niña, esperando a los disparos que acaben con su vida. Pero éstos no llegan. Milagrosamente, vuelve a abrir los ojos y contempla, sin dar crédito, que ha regresado al presente, y sus amigos y su novia están arremolinados en torno a él, como si se tratará de un recién nacido. Los rostros de tensión se transforman en gestos relajados y sonrisas de satisfacción al comprobar que Luis ha recobrado la consciencia. “¡¡Luis, Luis, has vuelto!! ¡¡Oh, Dios mío, gracias!! ¡¡Creí que te habíamos perdido!!”, exclamó su novia, María, aliviada. “¡Vamonos, chicos, vamonos de aquí! ¡No quiero permanecer en este pueblo ni un minuto más!”, anuncia Raquel desbordada. Y, aunque aturdido, confuso, Luis todavía tienen fuerzas para llevarle la contraria. “Pero,..., ¡Y la niña!! ¡¡No, no podemos dejarla aquí!! ¡¡La van a matar!!” Y, en ese momento, antes de ninguno pueda decir nada, las imágenes de la niña y su madre, esta vez sí, se hacen visibles a todos, que se quedan paralizados. “¡Gracias, Luis, gracias! ¡Me has salvado!”. Luis observa, asombrado, que la niña no tiene agujeros de bala en su materializado cuerpo, no sucediendo lo mismo con su madre, que tiene el vestido ensangrentado. Y, tal y como han aparecido aquellas dos visiones espectrales, vuelven a desaparecer. Primero, la madre, que dirige una sonrisa de agradecimiento a Luis, y luego, la niña. Ya repuestos de aquella inolvidable noche que han vivido, los seis amigos, en plena madrugada, salen del pueblo fantasma. Es el primer momento que Luis y María están a solas desde que entraron en el pueblo. Ella le mira a él con admiración y le da un beso. “¡Vaya, así que eres todo un héroe, cariño! ¡Has salvado a una niña!”. “Bueno, sí supongo”, responde Luis con modestia. Sin embargo, de repente, el coche, que va detrás de los otros dos, se va parando. Del cuerpo de Luis surgen dos manchas rojas, de sangre, que se van haciendo más grandes, siendo incapaz de articular palabra y muriéndose en los brazos de María. Luis ha regresado al pasado, justo en el momento del fusilamiento, con el tiempo suficiente para contemplar que la niña ya no está a su lado. Mientras, en el presente, María solloza y grita desconsolada. “¡¡Oh, no, Luis!! ¡¡Por qué! ¡¡Por qué, cariño!”. Y, desde el cielo, a pesar de la intensa oscuridad, puede observarse como los coches de Ángel y Fernando se paran en medio de la carretera de salida de Belchite.  

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